He pasado dos días en casa ajena, por un asunto urgente que no viene al caso y, ¡anda!, me he encontrado allí con un gato que no estaba la última vez que estuve. Este sí que es una bola de pelo, nada que ver con los míos, de pelo corto.
La verdad, no sé como se llama porque el asunto que me llevó a su casa no daba para presentaciones gatunas pero tampoco hizo falta porque enseguida se hizo mi amigo y, siendo un gato, no un perro, tiene mucho mérito.
¿A que tiene cara de ser un bicho de cuidado? Pues no, es muy pacífico y harto cariñoso. La primera noche se me coló en mi habitación y no hubo manera de hacerle salir, conque me acosté, pensando "cuando quieras te largas, que tengo sueño". Se instaló cómodamente en mis rodillas y empezó a hacer sus abluciones. Venga lametazos por aquí, rascados por allá, ras... ras... ras... Dado que estaba completamente agotada por el viaje, para el que tuve que tomar dos trenes, casi que ni me enteré. Igual se podía haber instalado a dormir sobre mi cabeza, que no me hubiése quejado.
Por la mañana ya no estaba. Eso sí, se ha pasado los dos días detrás mío. Si iba al baño, al salir me lo encontraba pacientemente sentado delante de la puerta.
¿A dónde fui, para que me llevase varias horas de viaje y dos trenes? No, no hice largo recorrido, simplemente Cercanías, eso que se usa como si fuese el Metro. Es que ahora vivo en un país tercermundista y claro, como no he salido del de siempre, no estoy acostumbrada.
El lunes por la mañana fui a la estación de Renfe de L'Hospitalet de Llobregat, me dirigí a la taquilla y pedí un billete para mi destino. La reacción del empleado fue bastante curiosa: miró al techo, se mesó la barbilla, a continuación puso cara de alelado y así estuvo varios segundos. Yo le observaba detenidamente, sin perderme detalle. Se me ocurrió que tal vez su novia le acababa de decir por e-mail que se fuése al carajo... No sé, como también miraba la pantalla del ordenador... Finalmente tecleó algo furiosamente y por fin, me dió su veredicto. Nunca en mi vida vi lo que cuesta ahora parir un billete...
Pues no, no había tren para mi destino, ni desde L'Hospitalet, ni tampoco desde Sants (la estación central de Barcelona) Tomándomelo con mucha calma, me aventuré a preguntarle si sabía el modo de que pudiése llegar allí, si no era mucha molestia... (Siempre prefiero usar la sorna) ¡Aleluya! ¡Aleluya!, sí que lo sabía. Tenía que ir a Martorell y allí tomar otro tren hasta el destino final.
¡Ja!, encontrar la vía con destino a Martorell ya fue la segunda odisea. Mala señalización, completamente obsoleta. Cuando pensé que había llegado a ella, al no estar segura porque tenía dos números, pregunté a una viajera que llegaba y me dijo que no, que era al otro lado, pero no enfrente, otra de más atrás. Cargada con la bolsa de viaje, que para dos días no iba a llevar la maleta de ruedas, volví a bajar y subir escaleras, para encontrarme que tampoco era allí, sino donde me había dirigido inicialmente. ¡Arrrrrrrrrrrrrrrrg!
Finalmente conseguí subir al tren del terror y me dejé caer en un asiento, hecha polvo, pensando que al menos descansaría un rato. Ja, ja y ja... Ni lo sueñes, Teresita... De repente se abrió la puerta entre vagones y por ella apareció disparado algo que focalicé como un empleado. Avanzaba por el pasillo dando muestras de una furia asesina. ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! Cogía los respaldos de los asientos y les daba la vuelta. El tren iba a ir en dirección contraria a la que había llegado. Y yo qué sabía, si me habían mareado con las vías de aquí para allá. Me apresuré a levantarme porque ese energúmeno era capaz de tirarme del asiento. Lo dicho, el tren del terror.
No recuerdo cuantas paradas hay desde mi origen hasta Martorell, pero a juzgar por el tiempo empleado, podrían ser cuarenta. Y es que ibámos a paso de caracol, una bicicleta nos pasaba tranquilamente. Sin exageración. No comprendo por qué nos deteníamos constantemente en medio de nada, ninguna estación ni paso a nivel, nada, y cuando arrancaba de nuevo, pues así, a paso de tortuga, poquito a poquito, como si tuviése asma.
Al llegar a Martorell y bajar del tren tuve una sorpresa, toda la estación estaba tomada por PROSEGUR. Conté hasta seis seguratas en el andén en el que me bajé, a todo lo largo de él. En el de enfrente había más, tal vez porque no era el de la entrada ni las oficinas, resultaba alejado. No sé, pero era la primera vez que veía semejante despliegue.
Nada, nada, como iba tan lenta y resulté la última viajera, caminando sola por el andén, iba saludando a todos a medida que me cruzaba con ellos: "Bon dia", y me contestaban muy amables.
A todo esto, llegué por fin a la salida. Pensé que tenía que salir y comprar otro billete para mi destino final, pero al introducir la tarjeta en la ranura, me la escupió diciendo que el trayecto no era válido. Por un momento me asomarón las zarpas... Pero recordé donde iba y por qué, así que las escondí y salí al andén de nuevo, dirigiéndome a la oficina. No llegué a entrar, porque en la puerta había un gallinero. Dos empleados que reconocí de campanillas (son cosas que se notan), andaban pegados a un móvil y discutiendo, ya entre ellos dos, ya con sus interlocutores. Y allí, esperando pacientemente dos o tres hombres. Aproveché cuando uno de los empleados apagó el móvil para preguntarle si él era de la estación (¡juas!, tengo una guasa...) Dijo que sí, conque le entré directamente: que venía desde L'Hospitalet y me habían enviado allí para que enlazase con mi destino final, que qué se suponía que tenía que hacer para ello. ¡Horror!, actuó casi como el que me vendió el billete parido con tanto esfuerzo. No lo sabía. Me dejó plantada sin media palabra y se dedicó a los otros. Cuando acabó con ellos entró en la oficina, saliendo al cabo de un rato para decirme que fuese a la vía de enfrente, que mi tren llegaría entre 20 y 30 minutos. Pregunté si tenía que pagar otro billete o qué, que el mío no lo validaba la salida. No, me servía ese hasta destino. Pues menos mal, porque más de siete euros ya me había parecido caro para el trayecto hasta Martorell.
Esta vez bajé y subí escaleras tranquilamente, poquito a poco, y me senté en un banco del andén, dispuesta a esperar pacientemente.
Llegaron varios trenes, pero era demasiado pronto. Finalmente arribó uno que coincidía con la hora (más 30 que 20) Pero los letreros, tanto del tren como los de información en el andén, no decían ni mú. Me dirigí a un joven que había llegado al mismo tiempo que yo y que, al no haber subido a ninguno de los trenes anteriores, pensé que tenía mi mismo destino. Así era, pero él tampoco sabía si ese era nuestro tren. Nadie. Ni letreros ni megafonía. El andén era un caos de gente caminando apresurada, nerviosa, buscando a un empleado. Avizoré a uno, pero antes de poder abordarlo lo hizo una señora mayor; leí en sus labios que le preguntó lo mismo que pretendía hacer yo. El empleado masculló algo que entendí por afirmativo, conque me volví al joven de antes para confirmarlo. Sí, me dijo "Vamos" y subimos.
Otro trayecto mareante por lo lento. Y la calefacción a toda pastilla. Me deshidrataba, me mareaba. Llegué a mi destino casi cinco horas después de salir de casa. ¿A esto lo llamán "Cercanías"? A Zaragoza hubiése llegado antes. Es una completa vergüenza.