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Bravo solía cabalgar el caballero al que serví, allá en feroces tierras, por peligrosa gente y mil peligros pobladas. Mi gozo no tenía límites ante semejante gallardía y valentía, henchido mi corazón día a día.
Mi espíritu aletargado estaba desde años atrás; nada más que servir a mi Señor y blandir la espada a su lado pretendía. Más, ¡ay!, que mi Señor empezó a remover donde no debía y una ilusión nueva empezó a tomar forma dentro de mí. Comenzó en el corazón, al cual me negué a oír porque ya sabía, pero la insistencia consiguió que mi cuerpo, tanto tiempo olvidado, cobrase vida.
Durante las largas noches de guardia, siempre alerta, sus palabras, entre risas y chanzas, me hicieron creer un espejismo.
Tanto de igual a igual me trató, que alguna vez osé discutir sus decisiones. ¡Nunca lo hubiera hecho! Sus arrebatos de furia eran legendarios. Quería un compañero de bromas y chanzas, alguien con quien divertirse, pero manteniendo las distancias y yo, que en realidad no nací para servir a nadie, pues alta es mi cuna, no supe verlo a tiempo.
En cierta ocasión me prohibió acercarme a él hasta nueva orden. Quería cabalgar solo en una misión en la que mi presencia le estorbaba. Pasaron siete días o más y yo sufría sin saber dónde estaba y si corría peligro, imaginándome mil cosas sin atinar con la real. ¿Una mujer tal vez?... Pronto lo supe, cuando sus enemigos, en la taberna, estallaron en risotadas, escarneciéndome.
"Te aparté para que no corrieses peligro", fue su explicación. ¿Peligro? ¿Acaso no le demostré miles de veces que nada temo, que empuño la espada igual que él? No me satisfizo su argumento, y menos, al haberse burlado de mí los enemigos que, al parecer, estaban más informados que yo sobre sus andanzas.
Poco a poco, mi Señor fue cambiando las costumbres y rehuía mi compañía. Solía responder airado y enojado a mis requerimientos. Por nada se ofendía. Todo le parecía mal.
¿Ofensas? Cuantas veces me ofendió él a mí y jamás, ¡jamás! se lo tuve en cuenta. Mi lealtad pasaba toda prueba, hasta la más escrupulosa, y aún así, me acusó entre gritos de ser igual que cierto enemigo suyo. Lo reconozco, las lágrimas bajaron por mis mejillas, que la valentía no mengua por llorar ante una injusticia tan grande, ante la acusación de quien pretendes dar tu vida por él y los suyos.
Un día me habló de sir Galahad. Estaba orgulloso del caballero de la Tabla Redonda, pero yo no acertaba a entender el motivo.
- Sir Galahad fue capaz de encontrar la felicidad por cumplir su promesa cómo un caballero.
- ¿Y cual fue la promesa, mi Señor?
- El rey Arturo se moría y sólo la Bruja de la Montaña podía salvarle la vida.
- ¿Esa bruja era Negra o Blanca, mi Señor?
- ¡No lo sé! ¡Y no me interrumpas! ¡Cállate, que sólo dices tonterías!
- ..................
- Sir Galahad fue a la montaña donde vivía la Bruja y esta aceptó curar al rey sólo si el caballero se casaba con ella.
- ..........................
- ¿No dices nada?
- ¿Puedo, mi Señor?
- ¡No me gusta nada tu comportamiento últimamente! Esto no puede seguir así. Me voy.
Y se fue. Cómo lo había estado haciendo constantemente en los últimos tiempos, dejándome con la palabra en la boca.
Otro día siguió su monólogo.
- Sir Galahad aceptó desposarse con la Bruja para salvar la vida del rey Arturo, a pesar de que era feísima hasta el horror.
- ¿Y?
- ¡Espera, no me interrumpas! La Bruja se dirigía a sir Galahad sin respeto alguno. Se mofaba de él y le provocaba. Aún así, el caballero no se lo tenía en cuenta, pues sólo ansiaba la salvación para el rey.
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- Desde el momento en que montó a la Bruja en su caballo para llevarla a Camelot, la trató cómo a una dama y cuando esta le interpeló por ello, le dijo que si iba a ser su esposa, debía ser tratada como tal.
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- El rey sanó completamente y sir Galahad cumplió su promesa. A la boda sólo asistió el rey, en agradecimiento a tan valiente y leal caballero, porque nadie, absolutamente nadie, quiso participar en el enlace con una bruja y encima fea.
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- Cuando sir Galahad y su esposa llegarón a su casa, este fue a llevar a los caballos de la carroza al establo y cuando volvió encontró a una bellísima dama. Alarmado, le preguntó que dónde estaba su esposa. La bella dama le dijo que ella era la Bruja y que, ya que se había portado tan bien con ella y cumplía su promesa, pasaría la mitad del día con esa apariencia y el resto con la otra.
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- Añadió que le daba a elegir qué mitad del tiempo quería que tuviese un aspecto u otro y sir Galahad quedose indeciso. ¿Prefería gozar de esa belleza en su alcoba, sin testigos? ¿O pasearla delante de todos, henchido de orgullo, para por la noche yacer con la Bruja desdentada, de pechos flaccidos?
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- El valiente caballero dejó ir un suspiro y dirigiéndose a su esposa, le dijo que eligiese ella misma, que él estaría de acuerdo siempre.
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- Cuando la Bruja escuchó esto y se dió cuenta de que podía elegir por sí misma ser quien ella quisiera, decidió ser todo el tiempo la más hermosa de las mujeres.
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- ¿No dices nada?
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- ¡Di algo! La mudez nunca ha sido una virtud en ti.
- Bueno... es que no lo entiendo...
- ¿Qué es lo que no entiendes?
- Que vos, mi Señor, loéis el comportamiento de sir Galahad.
- ¿¿¿Por qué???
- Porque es todo lo contrario de vos, mi Señor.
- ¡¡¡¡Queeeeeeé!!!
- Vos no cumplís vuestras promesas. Vos saltáis enfurecido por nada. No permitís a nadie ser cómo es, si no conseguís cambiarlo a vuestro gusto lo echáis sin contemplaciones.
- ¡Fuera! ¡Fuera de aquí!
Y me echó. A patadas. Cómo a un perro viejo que ya no le sirve para cazar.
Al fin y al cabo, igual que yo no nací escudero, él tampoco nació caballero, pues fuí yo quien le otorgó el título.
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